Qué curioso es que, en los últimos años, aquellos que más fervientemente enarbolaron la bandera de la democracia, los mismos que decían ser sus guardianes, hayan sido los primeros en abandonar los principios que decían defender cuando el juego democrático no iba a su favor.
Para ellos, la diversidad de ideas, si es que la tenían, parecía un ideal hasta que esas ideas desafiaban sus paradigmas. Entonces, en su narrativa, el discurso libre y plural se convertía en «discurso de odio». Pero no se enfrentaban necesariamente al odio, sino al desacuerdo. Y en lugar de afrontarlo con argumentos sólidos, optaron por la censura, la difamación y, cuando eso falló, la huida teatral.
Resulta especialmente sorprendente que quienes más clamaban por la inclusión y el respeto fueran incapaces de aplicarlo a quienes pensaban de forma diferente. Hablaban de tolerancia, pero solo toleraban lo que reforzaba su visión del mundo. Predicaban el diálogo, pero evitaban cualquier conversación que pudiera cuestionar su comodidad mental. Se apresuraban a etiquetar, a reducir cualquier crítica a calificativos simplistas, como si tales palabras fueran un escudo para justificar su incapacidad de entablar una conversación sincera.
Este bando se transformó en una máquina de dogmas, más preocupado por imponer su moral que por mantener un verdadero diálogo democrático. Lo irónico es que, al refugiarse en estas tácticas, traicionaron los mismos valores que decían proteger, como la libertad de expresión, el pluralismo y el respeto a las diferencias. En su afán por combatir lo que consideraban intolerable, acabaron adoptando las mismas prácticas que criticaban: la censura, la exclusión y el autoritarismo disfrazado de virtud.
Así, lejos de fortalecer la democracia, la distorsionaron.
No porque sus ideales fueran intrínsecamente erróneos, sino porque los convirtieron en absolutos, impermeables a la crítica y blindados contra cualquier examen de coherencia. Si algo amenaza a la democracia, no es el desacuerdo o el debate, sino esta peligrosa tendencia a confundir la disensión con la agresión, y a calificar de «odio» todo lo que simplemente odian escuchar.